Viví la infancia debajo de un limonero,
temiendo a los muertos.
El suelo debajo de mis rodillas era rojo,
aun no había conocido la sangre
pero intuía la humedad.
Me gustaba ver
cómo mi madre regaba las macetas del jardín
con devoción religiosa,
y cómo la tierra quedaba con el olor de su piel.
Mi padre era un barco,
y los veranos eran una mancha rara
sobre el calendario, un congelador viejo y pesado
que retumbaba por toda la casa.
Mi lengua era un peso muerto.
Quise extirpármela
-todo lo muerto ha de ser enterrado-
pero mis instintos homicidas
no entienden de cautiverios ni de cuerpos.
Recuerdo la belleza del gris,
cómo la lluvia me salvó la vida
cuando mi herida era más grande que yo.
Y cómo me dolía la blandura de mi cuerpo,
la nimia sustancia de mis huesos,
cómo en el proceso de amar
me convertí en oveja descarriada.
Ahora el rebaño se esparce por el monte
y me recuerda al blanco suave
de mi nacimiento.